YA APENAS me sonrojo si confieso que tengo el don de la reincidencia. Y es una conquista: todo lo que me ha alejado de los malos hábitos ha conseguido al mismo tiempo convertirse en una tendencia a la obstinación que, francamente, no me hace daño. En un reportaje que me impresionó de adolescente, un hombre con trastorno obsesivo compulsivo y lunática melena insistía: «No le hago mal a nadie, ¡no le hago mal a nadie por encender y apagar la luz diez veces al entrar en una habitación!». Su pareja, sentada junto a él, bajaba la mirada. Aunque no he llegado nunca a esa vehemencia sin culpa, ahora adivino a qué se refería.
En su versión no patológica y amable, esto supone que necesito ver la misma película decenas de veces, mis trabajos preferidos son los mecánicos -en contra de cierta romántica idea de la creatividad, casi siempre mal pagada- y entiendo el amor como en aquella canción que no lo pretendía: «Don't you love her as she's walking out the door, like she did one thousand times before?». Pero hay algo más: no encuentro mayor placer que volver a mis lugares, quizá no a esta ciudad o a aquella isla, sino al banco redondeado de uno de sus parques, a la esquina de piedra caliza en la que el aire gira de una forma inconfundible, a la roca entre dos playas en la que mi abuelo me enseñó a coger llámparas. ¿Lo de no volver a los sitios en los que una fue feliz? Una leyenda insensata. Eso sí, no he conseguido releer una novela entera en mi vida.
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Siempre quise que mi don fuese el de la ubicuidad, pero es el de la repetición. Por eso no le extrañó a J. que durante el tiempo anterior a dejar mi último trabajo viese una y otra vez una TED Talk. En mi favor diré que solamente he visto esa, pero unas treinta veces. Su título es El poder del tiempo libre y, para más inri, la pronuncia un publicista: Stefan Sagmeister. Si le hubiese conocido por ese vídeo, probablemente no habría resistido sus zapatos blancos (las palabras se discuten, pero los símbolos se aborrecen o se siguen a ciegas). Por suerte, mi primer contacto con él fue una exposición, The Happy Show.
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En la charla, el director de arte cuenta que tiene un estudio de diseño que cierra un año cada siete. Si en uno de esos meses de contemplación consultamos la web de su empresa, encontramos este mensaje: «Hola. Esto es Sagmeister Inc.
Estamos llevando a cabo un año de experimentos y volveremos el 1 de septiembre. Por favor, contacta con nosotros entonces». En la naturalidad al comunicar el año sabático (es un año «estupendo y energético», dice) se puede adivinar cierto parentesco con los libros que defienden el tiempo libre, la pereza o, incluso, la abolición del trabajo. Pienso sobre todo en un conjunto de ensayos que me marcó durante el tiempo que pasé en la isla: Elogio de la ociosidad, de Bertrand Russell. En él se propone un modelo en el que todos trabajaríamos menos (a cambio de dinero y bajo presión, quiere decir) y disfrutaríamos más de lo que el tiempo libre regala, desde el aburrimiento a la capacidad de organizarnos mejor para hacer cosas que nos apetecen. Incluso para saber, creo yo, qué nos apetece. Incluye entonces propuestas arquitectónicas, sociales y colaborativas que facilitarían este proceso. Durante su lectura encontré fascinante no solo el acuerdo, sino también la novedad de leer algo que para mí resultaba en aquel momento inimaginable en una publicación: la defensa de toda una teoría del renegado. Y quería formar parte de ella.
Pero a pesar del parecido, la posición de Sagmeister es diferente: si él se toma un año sabático cada siete es para producir más creativamente cuando vuelve, porque le resulta difícil desarrollar ciertas ideas al encontrarse ya en la rueda de la rutina. Es así, insiste, como uno se harta de las cosas que amaba al principio (la música y el diseño, en su caso). Y también como pierde clientes, aunque no lo diga. Lo que busca es una frescura que le permita crear mejor para evitar aburrirse de un trabajo al que, normalmente, le gusta dedicarse sin horario, que es como decir sin límites.
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A mí no me gustan nada los días oficialmente libres (los sábados, los domingos, ¡los festivos!). Para que el asueto sea verdadero tiene que darse con el mundo girando, no en una de sus pausas deprimentes. Y en los años sabáticos no se hace -o no se debería hacer- nada, pero tampoco se disfruta de ese vacío que anuncia su forma en inglés, gap year. El agobio y la desazón son sistemáticos: si no por el trabajo, por la colada sin tender, por la falta de propósito en un mundo que lo exige, por reiteraciones contra las que mi voluntad quisiera rebelarse. ¿Y qué hice yo para acallar la culpa corrosiva del vacío? Buscar trabajo, allí y en la ciudad grande al mismo tiempo.
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Lo que llevó a Sagmeister a cerrar el estudio por primera vez durante un año fue darse cuenta de que había creado dos piezas muy similares: un ojo de vidrio incrustado en un libro y un perfume escondido en el interior de un volumen. Pero también, según añade en la charla, caer en la cuenta de que el tiempo que pasamos aprendiendo es solo el de los primeros veinticinco años de nuestra vida: «Luego hay otros cuarenta reservados para trabajar y, al final, unos quince de jubilación». La exposición de su idea, muy visual, recorta cinco de esos últimos años, representados en amarillo, y los mezcla con los de la vida laboral. En ese momento el sonido del vídeo se satura con los aplausos del público, al que nada atrae más que un cambio de color en la canónica armonía de un gráfico.
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La justificación del año sabático de Sagmeister me aleja de uno de mis escasos (y hasta ahora secretos) objetivos: ser improductiva. En un primer momento, es cierto, respaldé mi año en la isla como una oportunidad para poner en práctica otro idioma y (solo si no me llegaban los ahorros, aunque esto no solía decirlo en voz alta) trabajar en un país extranjero. Pero en el fondo, y finalmente en la forma, lo que deseaba era estar lejos para frenar, salir del camino y darme un tiempo para pensar qué había hecho hasta entonces y qué quería hacer en el futuro, ya que tenía que hacer algo de provecho. Ahora está muy de moda, pero en aquel momento, cuando todas mis compañeras de licenciatura se afanaban con los estudios de posgrado e intentaban hacerse personas laboralmente respetables, mi elección era motivo de lástima y de incomodidad en la conversación.
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Sagmeister dice: «Es importante que el trabajo producido en estos años retorne a la compañía y a la sociedad en general, en vez de beneficiar solo a uno o dos nietos». Yo subrayo de oído varias palabras en una declaración tan breve: trabajo, producción, beneficio. Y me pregunto qué tiene de malo desear ser una de esas herederas, no producir -ni siquiera más cuerpos- y dilapidar el dinero a la vez que la propia vida.
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Él entiende el trabajo como empleo -algo que uno hace por dinero mientras suspira por que llegue el fin de semana-, como carrera -con más compromiso personal- y finalmente como vocación -algo que haría «incluso si no se compensara económicamente»-. Es tan tramposa esta manera de enfocar el trabajo como mi pretensión de abolirlo, ideas que solo podemos apuntar en un cuaderno quienes solo nos sostenemos a nosotras mismas y nos sentamos fuera de horario en una terraza a tomar té y pensar cómo hilarlas, dónde las publicaríamos, quién nos invitaría a discutir acerca de ello. En la pantalla, el público sigue aplaudiendo, esperanzado de pronto con una vocación tardía. Mi vocación es comprar tiempo con dinero. Para eso casi cualquier trabajo es bueno, lo importante es no encariñarse con él.
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En la isla flotaba entonces sobre los días una pregunta: ¿a qué quería dedicarme? Podía plantear, a medio plazo, una vida que dependiera de ese juego económico de poleas. Pero ya que había estudiado algo, y puesto que carga que con gusto se lleva no pesa, pensé que sería mejor buscar un empleo que me fuese amable.
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A la entrada de la exposición The Happy Show, Sagmeister había instalado aquel mismo gráfico sobre los tiempos de aprendizaje durante la vida, esta vez con el título «Felicidad y tiempo libre» (que compartía espacio con una advertencia: «Esta exposición no te hará feliz»). J. y yo pasamos un rato agradable interactuando con casi todas las piezas, en claroscuro y a veces sobre un divertidísimo fondo amarillo salpicado de textos con tipografía negra y desenfadada. Fue un placer casi culpable, porque brotaba de varios lugares comunes: la huida de la muy manida zona de confort, el silencio sobre los privilegios, carpe diem, ciertas citas de Pascal y un protagonismo egocéntrico. Después de pedalear en una bicicleta que hacía encenderse unos neones enormes con las palabras «Seek discomfort», la última pieza nos tomaba por sorpresa. En la curva previa a la salida se encontraban diez grandes tubos transparentes; estaban llenos, a diferentes alturas, de cientos de esferas también amarillas. Me situé para verlo mejor. Como el resto de la exposición, esto también invitaba a participar. Su título era, por supuesto, How happy are you?, y se trataba de sacar una de las bolas -un chicle-, correspondiente al número que cada uno consideraba, del uno al diez, que puntuaba correctamente la medida de su felicidad. Antes de ser relegado al color de la mentira y la traición, el amarillo fue...