Capítulo II
Esfuerzo caritativo
Índice Todas esas pistas y vislumbres de una democracia más amplia y satisfactoria, que la literatura y nuestras propias esperanzas nos sugieren, tienden a desvanecerse y a dejarnos, tristes, sin guía y perplejos cuando intentamos llevarlas a la acción.
Nuestros conceptos de moralidad, como todas nuestras ideas, pasan por un proceso de desarrollo; la dificultad surge al ajustar nuestra conducta, ya cristalizada en costumbres y hábitos, a esas concepciones morales cambiantes. Cuando no realizamos tal ajuste, sufrimos la tensión y la indecisión de creer en una hipótesis y obrar según otra.
Probablemente no exista ninguna relación vital que nuestra democracia esté modificando con mayor rapidez que la relación caritativa, la que se establece entre benefactor y beneficiario; y al mismo tiempo, ningún punto de contacto de la experiencia moderna revela con tanta claridad la falta de la igualdad que la democracia supone. Hemos llegado al momento en que la democracia ha avanzado tanto sobre esta relación, que la complacencia del filántropo tradicional ha desaparecido para siempre; y, sin embargo, la mera necesidad y existencia de la caridad nos niega el consuelo y la libertad que la democracia acabará por otorgar.
Es evidente que ninguno de nosotros posee una ética claramente definida y estamos obligados a actuar dentro de círculos de hábito basados en convicciones que ya no sostenemos. Así, nuestra valoración del efecto del entorno y de las condiciones sociales sin duda ha cambiado con mayor rapidez que nuestros métodos de administrar la caridad. Antes, cuando se creía que la pobreza era sinónimo de vicio y pereza y que el hombre próspero era el virtuoso, la caridad se administraba con dureza y buena conciencia; el agente de beneficencia culpaba realmente al individuo de su pobreza y el hecho mismo de su prosperidad le confería cierta sensación de superioridad moral. Desde entonces hemos aprendido a medir con otros criterios y hemos dejado de otorgar un respeto exclusivo a la capacidad de ganar dinero; aunque sigue recompensándose de forma desproporcionada, su posesión ya no implica necesariamente la más alta calidad moral. Hemos aprendido a juzgar a los hombres por sus virtudes sociales tanto como por su capacidad empresarial, por su entrega a fines intelectuales y desinteresados y por su espíritu público, y naturalmente nos disgusta vernos obligados a juzgar a los pobres únicamente por su faceta industrial. Nuestro instinto democrático se alarma de inmediato. En gran medida, la tendencia moderna a juzgar a todos por un único baremo democrático, mientras la actitud caritativa antigua permitía emplear dos, explica buena parte de la dificultad. Sabemos que el trabajo corporal incesante resulta agotador y embrutecedor, y nuestra postura es totalmente insostenible si juzgamos a un gran número de compañeros solo por su éxito en mantenerlo.
La visitante caritativa, pulcramente vestida, que entra en la casita desordenada por los esfuerzos de su anfitriona, la lavandera, ya no está segura de ser superior a esta última; reconoce que su anfitriona, al fin y al cabo, representa valor social y utilidad industrial frente a su propia limpieza parasitaria y un estatus social logrado únicamente por posición.
Las únicas familias que solicitan ayuda a las agencias de caridad son aquellas que han fracasado en el plano industrial; quizá por enfermedad, por pérdida de trabajo o por otras causas inevitables y sin culpa; pero el hecho es que sufren un quebranto industrial y necesitan apuntalamiento hasta recuperar la salud laboral. Supongamos que la visitante caritativa es una joven universitaria, bien educada y de mente abierta; al visitar la familia asignada se ve a menudo obligada a poner todo el énfasis de sus consejos en las virtudes industriales y a tratar a los miembros casi exclusivamente como piezas de un sistema productivo. Insiste en que deben trabajar y ser autosuficientes, que la peor situación es la ociosidad, que buscar sólo el propio placer ignorando responsabilidades es lo más innoble. Los miembros de la familia quizá posean otros encantos y virtudes-puede que sean amables y generosos con los amigos-, pero su cometido es ceñirse al plano industrial. Mientras día tras día les muestra estos estándares, a menudo se le ocurre a la visitante, cuya conciencia se ha vuelto sensible tras tanto hablar de hermandad e igualdad, que no tiene derecho a decirles todo eso; que sus manos sin destreza no están más capacitadas para afrontar las condiciones reales que las de su familia quebrada.
La abuela de la visitante podría haber predicado muy bien las virtudes industriales, porque realmente las poseía, junto con la formación doméstica. En una generación han cambiado nuestras vivencias y con ellas nuestras opiniones; pero seguimos utilizando métodos antiguos, acordes antaño con nuestras conciencias, cada vez más difíciles a medida que nos dividimos en quienes trabajan con las manos y quienes no. La visitante, perteneciente al segundo grupo, se ve perpleja por las reflexiones que la situación le impone. Nuestra democracia nos ha enseñado a aplicar nuestras enseñanzas morales a todo el mundo, y el moralista se vuelve tan sensible que, cuando su vida no ejemplifica sus convicciones éticas, le resulta difícil predicarlas.
A ello se suma la conciencia, en la visitante, de que los beneficiarios de su caridad y sus vecinos malinterpretan genuinamente sus motivos. Tomemos un barrio pobre y cotejemos sus estándares éticos con los de la visitante, que llega con el mejor deseo de aliviar su penuria. De inmediato salta a la vista una incongruencia muy llamativa: la diferencia entre la bondadosa emoción con que un vecino pobre ayuda a otro, y el cuidado receloso con que la visitante asiste a un beneficiario. La comunidad se enfrenta no sólo a un método distinto, sino al choque absoluto de dos códigos éticos.
Un breve recorrido por los distritos pobres de cualquier ciudad basta para mostrar lo primitivas y genuinas que son las relaciones vecinales. Se presta o pide prestado con gran facilidad y todos los inquilinos de un mismo edificio conocen los asuntos familiares más íntimos de los demás. El hecho de que la situación económica de todos sea precaria hace que la simpatía y la ayuda material fluyan con absoluta naturalidad. Son incontables los ejemplos de autosacrificio, desconocidos en los círculos donde las ventajas económicas impiden esa intimidad. Una familia irlandesa en la que el hombre perdió su empleo y la mujer se afana por estirar unos ahorros escasos, acogerá sin dudar a la viuda con cinco hijos que quedó en la calle, sin reparar en las incomodidades físicas. La casera más difamada, que vive en la misma casa que sus inquilinos, suele estar dispuesta a prestarles un balde de carbón cuando se quedan sin trabajo o a compartir su cena. Una mujer a la que la autora había intentado durante meses encontrar empleo sin éxito dejó de presentarse cuando por fin lo consiguió. Al indagar, resultó que una vecina se había puesto enferma; los hijos fueron a buscar a su amiga de la familia, que acudió, diciendo simplemente, cuando se le pidió explicación, «Me partía el corazón irme, ¿pero qué iba a hacer?». Otra mujer, cuyo marido fue a la cárcel durante el máximo de tres meses poco antes del nacimiento de su hijo, se quedó sin dinero al cabo de ese tiempo, tras vender poco a poco sus muebles. Se refugió en casa de una amiga que creía vivir en tres habitaciones en otro barrio. Al llegar descubrió que el marido de la amiga llevaba tanto tiempo sin trabajo que se habían reducido a una sola habitación. Aun así la amiga la recibió y su esposo tuvo que dormir en un banco del parque durante una semana, lo que hizo, si no alegremente, al menos sin queja. Por fortuna era verano y «solo llovió una noche». La autora no pudo averiguar que uniera a la parturienta con la «amiga» más que el hecho de haber trabajado juntas en la misma fábrica. Al marido no lo conocía hasta la noche de su llegada, cuando él salió de inmediato a buscar una comadrona que aceptara el pago futuro.
Los evolucionistas dicen que el instinto de compasión, el impulso de ayudar al prójimo, sirvió al hombre muy pronto como rudimentaria norma de bien y mal. Sin duda esa regla primitiva aún rige entre muchas de las personas con que tratan las agencias de caridad, y sus ideas de justicia se sienten sinceramente ultrajadas por los métodos de estas instituciones. Cuando ven la demora y cautela con que se concede ayuda, no les parece escrúpulo de conciencia, sino la acción fría y calculadora de un egoísta. No es la ayuda que están acostumbrados a recibir de sus vecinos, y no comprenden por qué el impulso que lleva a «ser bueno con los pobres» ha de estar tan vigilado. Intuyen que la visitante se mueve por motivos ajenos e irreales. Quizá superiores, pero distintos y «contra natura». No entienden por qué alguien cuyas percepciones intelectuales son más fuertes que sus impulsos naturales se dedica a la caridad. El único hombre que conocen con tales rasgos es el avaro que va «a lo suyo». Si la visitante fuera así, ¿por qué finge querer a los pobres? ¿Por qué no se dedica a los negocios de una vez?
Podemos decir, claro está, que es una visión primitiva de la vida la que confunde intelectualidad y habilidad empresarial; pero es sincera en muchos pobres que reciben caridad de vez en cuando. En momentos de indignación se les oye declarar: «¿Qué quieren ustedes, al fin y al cabo? Si no van a darnos nada, déjennos en paz y terminen con sus preguntas e investigaciones». «Me investigaron tres semanas y al final solo me dieron mala fama», aseguraba una mujer...